Bienvenido al tren del silencio


Cuando Silvia tenía cinco años, había dicho a sus padres que quería viajar en trenes. No pintarlos, no limpiarnos, no conducirlos; viajar. Le gustaba el ruido que hacían. Ellos sonrieron al escucharlo. Su madre nunca le hacía mucho caso, aunque siempre le peinaba los rizos con esmero. Ella no tenía y sabía que era un signo de buena familia. “Tú tendrás que serlo”.

El padre de Silvia, Tomás, entraba cada noche en casa dando besos de hollín a su mujer, a Silvia y a su hermana. Cuando la niña cumplió los ocho años, ya solo se los daba a su única hija, algunas veces. “Tú no tuviste la culpa, deja de llorar ya, que no le haces bien a nadie” le había dicho su madre varias veces, “Cuando es de Dios, es de Dios, hija”.

Tomás tosía tanto, que el médico le dijo que así no podía trabajar, que no podía casi respirar. Silvia recordaba cómo su padre había entrado en su casa aquella noche que no vino de la mina sino del médico. Su camisa de los domingos y de ir a la Casa Socorro estaba manchada de sangre. “Ahora también me rompo por dentro cuando toso” gritó a su mujer al abrazo de Silvia.

La niña seguía obsesionada con los trenes, pero ya no lo decía. De su madre había aprendido a no hablar. A veces soñaba con su hermana, pero nunca se lo decía a su madre, aunque sospechaba que ella lo sabía. Dormían juntas desde que la otra niña había muerto. Cuando empezaron a salírsele los pechos del camisón al dormir, su madre dijo que la mandaría al colegio de señoritas.

El viejo que había atropellado a su hermana les había pagado un buen dinero, y su madre lo guardaba para el internado de Silvia. Cuando se despidió de sus padres sintió una extraña humedad en sus prendas íntimas. El vestido de su hermana muerta le apretaba, aunque tenía los mismos once años que cuando la otra se lo había puesto por última vez. No manchó el vestido de su hermana muerta de sangre, aunque sí la combinación de color champagne que llevaba debajo.  Silvia llamaba a ese color agua sucia. Nunca había bebido champagne, pero agua sucia sí.

El viaje en tren fue muy agradable pese a hacerse mujer por el camino. Compartía un pequeño habitáculo con tres personas más, dos muchachas jóvenes que iban a León  a visitar a su hermano, y el prometido de una de ellas. No le dirigieron la palabra durante las ocho horas de viaje. Pero a Silvia no le importaba que las chicas con el cabello de encaje la ignoraran.

Leyó un poco, pero sobre todo observó las ventanas, el campo y la madera con que estaba todo construido. Algún día volvería a su casa en ese mismo tren. Aunque su padre ya no estaría vivo para entonces. Silvia lo sabía, no era ningún misterio que aquel hombre moriría pronto. Su madre ya estaba muerta hace años. “Cásate con un buen hombre” le había dicho él, antes de que un arrebato de tos manchase de sangre la oreja de Silvia.

Siempre recordaría ese momento, en especial el doce de mayo de 1981, cuando se casó con Bernardo Bernárdez, cuarto. No era un hombre especialmente nada, aunque Silvia tenía que admitir que le quedaba bien el traje. La noche de bodas, antes de yacer con un hombre por primera vez, había sentido la imperiosa necesidad de preguntarle cuántas veces se había usado ese traje, que tan nuevo se veía. Bernardo Bernárdez sonrió, y subiéndole la combinación que llevaba bajo el vestido de novia, de color champagne (y que ahora sí había logrado probar): “Ninguna, ¿cómo iba a ponerme algo usado?”.

Con todo, Silvia le tenía mucho aprecio a Bernardo. Era un hombre agradable, que sabía entender cuándo una mujer decía “eso no es de señoritas”. Tenía el suficiente dinero como para ser bien considerado en su entorno, pero no tanto como para no haberse podido casar con él. Era bonito, no guapo, bonito, como lo es un niño por quien sientes tanto cariño que no le dices a su madre debajo de qué falda ha estado preguntando.

La dejaba comprar libros, y le permitía leerlos en casa. Tomás nunca dejó a su madre hacer tal cosa. Claro que en su casa tenían servicio, no era necesario que estuviera siempre pendiente de su casa. Su madre había muerto unos meses después del matrimonio. Silvia siempre pensó que había sobrevivido lo justo para verla casada, y después para qué iba a seguir viviendo. Bernardo le dio la noticia con un abrazo muy dulce, y no comprendió que Silvia sonriera al conocer la noticia.

– A veces pareces una muñeca, tan fría. Nunca hablas. –Silvia le sujetó el brazo, en un gesto de implicación poco habitual en ella.

-Yo tenía una hermana. Murió cuando éramos pequeñas, la atropelló el coche de un viejo rico. Mi madre estaba muerta desde entonces.

Volvió a abrazarla, y fue la primera y última vez que hablaron del tema. Meses después de aquello, nació su hija Bernarda. Silvia no parecía muy convencida del nombre, pero era como se había llamado la madre de su esposo, así que poco había que decir ahí.

Silvia quería  a la niña. Más o menos. Su esposo era mejor padre, hasta la propia Silvia lo veía. Ella no quería que a la pequeña le pasara lo mismo que a ella con su madre, pero no podía evitar ver una oportunidad más de perder con ella. Su hermana había muerto para que ella pudiera ser alguien de provecho. Nadie lo había dicho nunca, pero era como ella lo sentía.

Con los años, la belleza fría de Silvia se iba perdiendo, y aunque sus modales fueran exquisitos, cada día tenía menos ganas de ser la señora de Bernardo Bernárdez, pero no había ninguna otra cosa que pudiera ser.

Tras Bernarda, llegó la pequeña María. Bernardo vestía barba canosa para cuando nació Agustín. Un chico grande. Silvia lo quería más a él, y lo sabía. Todos en la casa sabían que el niño era su favorito.

– No es porque sea un varón –lloraba ante su marido, el fin de semana que habían ido a Benidorm sin niños, descansando de la rutina de la ciudad. Sabía, con su collar de perlas cultivadas y mirando las paredes color verde menta del hotel para suecos, que mentía.

– ¿Y entonces? ¿No te das cuenta de que si sigues así tus hijas no te van a querer nunca?

– Pero es que ellas te tienen a ti.

– Y tendrían que tenerte a ti también. Eres su madre Silvia, acéptalo de una vez.

Las gafas de Bernardo se habían caído al suelo. Las recogió con tantas arrugas que ni ella se dio cuenta de que era su propia mano. Cuando se puso de rodillas recordó sus primeros años de matrimonio, antes de que su esposo asumiera que ella no lo iba a buscar nunca. Pensó que tal vez de esa manera evitase el desastre.

– Cuando nos fuimos el fin de semana, pensamos que podríamos arreglar nuestros problemas, pero creemos que ya es imposible.

– Papá, pero entonces…

– María, tu madre y yo nos vamos a separar.

Aquella noche no hubo lágrimas, ni nada fuera de lo común. Silvia no inspiraba ningún sentimiento especialmente ardoroso en nadie, ni siquiera en sus hijos. Pero era una madre,  y no podía criar a sus hijos de otra manera. Era lo que le habían enseñado.

– ¿Crees que no me gustaría sentir pasión? ¿llorar? ¿reír? Pero no puedo, nunca he podido.

Se decía a sí misma, mirándose al espejo. No hubo ninguna queja en su casa cuando dijo que se volvía a su pueblo de toda la vida, aunque hiciera muchos más años que no lo pisaba que los que había vivido allí. Ella siempre sería de aquel lugar, y cada día pesaba más la mina en la que había trabajado su padre, hasta que murió entre sangre y hollín.

“Tienes que estar tranquila. Las señoritas están tranquilas, no se sobresaltan. Eso hacemos las mujeres como yo, Silvia, pero tú no puedes ser como yo. Así que no les demuestres el miedo que te dan. ¿Entendido?” habían sido las últimas palabras de su madre al montarla en el tren con destino León. El tren, y la escuela, pagados con la sangre de su hermana.

Su hijo Agustín la llevó a la estación, y se despidieron con el silencio de las palabras que nunca dirían. Madrid respiró tranquilo cuando el tren arrancó.

En el vagón del tren que había pagado su marido, ponía un cartel que decía ‘Bienvenido al tren del silencio’. Lo leyó una segunda vez, a sabiendas de haberse equivocado. ‘Vagón’ en lugar de tren, pero en su mente era lo mismo.

Coincidió con dos chicas de cabello de encaje en el asiento de delante, pero esta vez no hablaron. No podían, estaba prohibido. Estaban prohibidas las palabras allí, para no molestar. Como en su casa, como en su vida.

Silvia se bajó del tren del silencio y se dirigió  a la casa que había odiado  de manera fría, en silencio, durante toda su infancia. Había vivido allí, en León y en Madrid, pero esta era su casa. Era de su propiedad, lo único que lo era. Esa voz que no hablaba en su interior, le pidió que no lo hiciera, pero lo pidió con una imagen, no con palabras.

Silvia entró con la llave y se sentó sobre el suelo. Esperando que su padre llegase del trabajo, pero lo hizo del médico, con una camisa de los domingos que no estaba manchada de sangre. Su hermana jugaba al lado del cocido de su madre, y cuando Tomás entró, le dio un beso a ella antes que a sus hijas.

Lo vio, pero no lo pensó, ella no pensaba con palabras, ni hacía sonidos. Allí se cerraron sus puertas,  y arrancó el tren del silencio que era Silvia, el único tren del que nunca había podido salir. Ni nunca lo haría.

 

Relato originalmente publicado en L’as cagao Lorrie Moore.

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