En todos los refugios había un perro como él. Era grande y fuerte. Con un cuello en el que se habría tragado sus penas de haber sabido llorar. Con las orejas llenas de cicatrices, en el mejor de los casos. «¿Y en el peor?» habría preguntado Luis. «Bueno, en el peor de los casos», habría continuado yo, «casi no le quedarían».
Tiger, se llamaba. En todos los refugios hay un Tiger. A veces repiten nombre y completan con un número. Porque hay tantos perros sin amo en el mundo que sería imposible tener nombres para todos.
Habríamos caminado un poco más, junto al río. Tiger habría corrido delante de nosotros. Lo suficientemente cerca como para no perdernos, pero lejos como para no reñirle por olisquear lo que no debe.
A veces, cuando las noches son frías, le habría echado una manta de más, solo para compensar a los millones de zapatillas que nunca serán mordidas.
En todos los refugios había un perro como él. Uno que había sufrido más. Al que el mundo quería menos. Que tal vez llegó de cachorro y se ha criado entre barrotes, sin haber cometido ningún crimen. Que nunca tuvo su oportunidad. Con el que todos miramos para otro lado. Casi siempre es negro o atigrado. De colores menos llamativos. Un pitbull o, simplemente, un perro más grande que los demás.
Luis habría preguntado que si era una manera de protegerse, para pasar desapercibidos. Puede ser, pero no les funciona. Entonces, el peludo habría entrado y se habría sacudido en la cocina, llenando de pelos todo el espacio. Le habríamos reñido y se habría ido a jugar al jardín. O tal vez se hubiera acostado a nuestros pies, disfrutando del calorcito del calentador. Cerrando los ojos y sintiendo cada sonido, cada aroma, cada roce con nosotros.
Habiendo encontrado su lugar en el mundo.
Cuánto habríamos aprendido de Tiger. Cuánto le habríamos querido. Qué feliz le habríamos hecho.
En todos los refugios hay un Tiger.