Que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde es una tontería como una casa de grande. Las pérdidas, cuando suceden, no tienen nada que ver con lo que se ha querido.
Por eso yo recuerdo, a veces, cosas que nunca tuve. Solamente de ese modo se pude saber lo que se ha perdido por el camino y nunca se encontrará. A veces puede ser un libro, un amigo, un papel con la dirección de tu futura casa escrita, los resultados de un análisis o, tal vez, el mapa de Willy el Tuerto.
No importa tanto perder… si luego eres capaz de encontrar. Así es como supe del libro. Así es como aprendí que, a veces, los cuentos de una vieja junto a la cama sirven de algo. Mi niñera siempre decía que los niños que éramos buenos encontraríamos a Dios. Yo siempre pensé que mientras que él no me reclamase pronto no me importaba.
Una tarde de invierno me hizo subir a su dormitorio. Nunca entendí que mis padres la obligasen a dormir en la planta de arriba con tanta edad. Sentada en su mecedora, junto a la chimenea, cogió mis manos y me puso un pequeño trozo de papel viejo, que olía mal y estaba pringoso.
– No lo pierdas. Te guiará. Encuentra el libro y encontrarás las estrellas.
Sería muy romántico decir que murió en aquel momento, así que dejaré su vida en ese punto. Siempre lo conservé en una caja de madera que ella misma me había regalado. Lo guardaba con cariño aunque nunca lo abrí. Una noche, cuando descansaba sobre el sofá de mi propio apartamento, me atreví a sacar el papel.
Reto Ray Bradbury Semana XX