Yo no sé medir el tiempo, pero si tuviera un reloj estoy segura de que me habría parecido muy tarde. Yo fui una privilegiada, si queremos decirlo así. Mientras asesinaban, mutilaban, violaban y torturaban, me mantuve bien escondida; mi mente me mantuvo a salvo. Tomaron mi cuerpo también, pero mi mente siempre estuvo muy lejos de aquella selva.
La leyenda de mi pueblo decía que veníamos de ellos, que el dios Abakndú nos protegería siempre de todo mal mientras fuéramos valientes y fuertes. Nunca supe si fue una mentira de nuestros viejos o si nosotros quisimos creerla.
Nuestro pueblo era pobre. No teníamos buenas cosechas, los animales morían con frecuencia y, desde hace unos años, habían comenzado a desaparecer hombres y mujeres. Decían que los secuestraban de otros pueblos también, que se los llevaban más allá de mar, donde nunca volverían para ver crecer a sus hijos.
Kmletea dice que vio a un hombre blanco entre ellos. Le dije que dejase de inventar, pero al poco escuchamos más rumores sobre hombres de color blanco.
– Tenía la piel como las heridas muertas.
Entonces llegaron a nosotros. Mataron a casi todos los hombres y violaron a todas las mujeres, sin excepción. Menos mal que mi madre murió pronto al ver cómo rompían en dos el cráneo de mi padre. Yo no tuve tanta suerte. Entonces comenzaron los sueños.
Mentiría si dijera que antes no los había tenido, pero cuando despertaba las visiones habían dejado de ser algo real para convertirse en humo sobre los árboles. Y ahora, en cambio, eran tan reales que podía tocarles.
Supe de inmediato que Abakndú era un hombre de color negro. Sus ojos, sus manos, sus uñas y su cabello era del color de la noche más oscura que haya visto jamás. Su mujer, la reina sol Zelken, era casi roja. Su piel y su color brillaban en la oscuridad de la noche que era su marido.
Comenzaron a aparecer en mis sueños, como neblinas de la noche. Normalmente solo estaban ellos, aunque algunas veces aparecían sus hijos: la hermosa Kalvene estrellada y el fiero Kinpemo del alba. Hablaban, me preguntaban cosas sobre mi pueblo, a veces se disculpaban por lo que nos sucedía y siempre acababan con una promesa de Abakndú de muerte hacia los hombres que nos tomaban a diario y que se reían de nuestras costumbres.
La siguiente vez que les vi fue mientras uno de esos hombres estaba dentro de mí. La cabeza se desprendió de mi cuerpo y mis manos se convirtieron en las lanzas de Abakndú. Cuando volví a abrir los ojos aquel hombre yacía muerto sobre mi cuerpo. No había salido de mi interior pero sobre mis pechos caían restos de su cara y su garganta.
Me asusté. Cogí mi túnica y corrí todo lo lejos que pude. En realidad no estábamos atados, ninguno, era el miedo que infligían sobre nosotros más que las cuerdas sobre el cuerpo.
No volví a dormir en días, estaba aterrada. Hasta que, sentada entre las hojas de un árbol que me protegían en la noche, debí quedarme dormida. Los gritos de Abakndú me despertaron en mi propio sueño.
-¿Por qué no les has matado a todos?
Repetía una y otra vez sin cesar. Zelken le sujetó del brazo y tiró de él para que no se acercase a mí. Le miro y una chispa salió de sus ojos, que eran las llamas más vivas que he visto jamás.
-Allele, estás embarazada. Pero la criatura que llevas en tu vientre es fruto de la muerte y así nacerá.
Asentí con la cabeza, a esperas de que la diosa madre de todos nosotros me dijera qué debía hacer. Que estaba preñada lo había supuesto hacía días.
-Ahora vuelve a tu pueblo, ningún hombre te tomará hasta por la mañana, están buscándote por haber matado a uno de ellos. Come y descansa. Cuando vuelvan corta su cuerpo desde aquí –dijo señalando la entrepierna de su esposo- hasta aquí –acabó colocando su mano en la garganta.
-Pero madre ¿y si me encuentran?
-No lo harán Allele -la túnica naranja de la diosa era fuego del mismo modo que la de su marido era oscuridad-, esta noche mi esposo te protegerá del fuego, sigue tu corazón pues la vida que en él albergas es más fuerte que tu cabeza.
No me deseó buena suerte ya que los elegidos de los dioses no la necesitan. Comencé a andar por la oscuridad y no me crucé con uno solo de los hombres. Cuando llegué a mi pueblo no quedaban ninguno de ellos. El cuerpo sin vida de una de las chicas más jóvenes yacía destrozado y expulsando sangre por todas partes.
Las lágrimas me caían por los ojos. Era solamente una niña, pero se había dejado tomar en más de una ocasión para que las madres llorasen a sus hijos un rato en paz. Cerré sus ojos, que pedían en muerte una venganza.
Cuando regresaron me cogieron del pelo hasta hacerme sangrar. Volví a sentir que la cabeza salía de mi cuerpo y mis manos eran las puntas de lanzas de Abakndú. Corté a aquel hombre las dos manos y pies. Los demás fueron después. Sin dejar a uno solo vivo, les corté el rabo y les rajé de arriba abajo, dejándoles morir desangrados.
Nadie salió a preguntar qué sucedía. Al día siguiente habían desaparecido aquellos cadáveres. Nadie nunca volvió a hablar de aquellos hombres. Nadie hacia dónde iba Allele cuando desaparecí.
Reto Ray Bradbury Semana XVII
Un comentario Agrega el tuyo