Felisa ya no peinaba canas. Las horas de quimioterapia pasaban tan lentas como lo había hecho el resto de su vida. Primero cuidando de sus hermanos, luego de su padre y, por último pero no menos importante, de su madre. A ella la odiaba, pero nunca le importó a nadie.
Tenía sobrinos que casi no la visitaban, un par de gatos que la ignoraban y un vecino un poco hijo de puta al que le gustaba hacer fiestas los miércoles por la noche. Ponía la música tan alta que apenas le dejaba dormir. Había pasado de usar tapones de esponja a esos que son medio duros, pero el dolor que producían no ayudaba.El resto de la semana, el vecino de abajo parecía una persona normal, pero los miércoles…
Una noche se armó de valor. Primero bajó al buzón para saber el nombre del fulano en cuestión, luego volvió a su casa. Dejó la peluca, pensó que así daría más pena y bajaría la música antes. Felisa, su cáncer de hígado terminal y la bata de color blanco acolchada con dos gatitos dibujados en la espalda bajaron un piso en el ascensor a las tres y veinte de la mañana.
Cuando Miguel abrió la puerta encontró a un hombre que lloraba. No había alcohol, comida, drogas ni nada fuera de lo común. Ni siquiera había ninguna otra persona. Nada más fuera de lo común que a un hombre adulto con mocos en la cara.
No hizo falta que ella dijera nada, se sobreentendía su enfermedad, su falta de descanso y la de educación de él. Se disculpó más de lo necesario y cesó la música en ese mismo momento. Felisa volvió a casa pero con un hormigueo desagradable en su estómago. Y no, no era la quimio. Las pastillas para dormir hicieron su efecto y se despreocupó del tema al poco tiempo. Volvió a su enfermedad y sus cosas de señora moribunda.
El miércoles siguiente la música volvió… pero mucho más temprano. Antes de las doce de la noche ya la había bajado. Felisa volvió a sentirse mal y tuvo que bajar a curiosear. Le abrió la puerta sin ganas de hablar y ofreció un té.
Lo tomaron en silencio hasta que la curiosidad de la mujer enferma rompió todo el silencio que llenaba el espacio.
-¿Entonces usted no organizaba una fiesta?
El hombre sonrió con el tipo de lástima con la que se niega algo feliz. Su hijo, Miguel también, había muerto un miércoles de hace tres años. Desde entonces, sólo se permitía llorarle ese momento en la semana. El llanto era tan desconsolado, tan fiero, que nadie podía escucharle. Rompía cosas, gritaba, se arrancaba el pelo. Tardó meses en contarle todo aquello.
Los miércoles por la noche, Felisa bajaba a la casa de aquel padre sin hijo y hablaban hasta que llegaba el jueves por la mañana, cuando a ella le tocaba quimioterapia. Tardaron muchos meses en contarse sus dolores. Tardaron un poco menos en sentir algo el uno por el otro. Nunca se tocaron, pero de alguna manera su (con)tacto iba más allá de las madrugadas.
Por supuesto, Felisa murió al poco tiempo. Ahora Miguel también organiza fiestas los jueves.
Reto Ray Bradbury Semana X
Un comentario Agrega el tuyo