Hay algo invariablemente triste en tener que ponerte un jersey en las mañanas de septiembre. Un recuerdo al colegio y los uniformes que sisea en la cabeza. Aroma de tostadas recién preparadas y de tirones de pelo que acaban en una coleta apretada. Del sonido de las ruedas de las mochilas sobre la piedra de la entrada al cole. De la campana que anuncia el recreo y de los primeros días en los que la falda de lana picaba.
Hay algo invariablemente bonito en que el tiempo pase y los recuerdos sencillos vuelvan a nosotros una y otra vez. Cuando los bocadillos de pavo y aceite eran el drama del día y te daba vergüenza no llevar nunca un bollicao. Cuando usábamos botellas de plástico duro rellenables sin saber que era culpa nuestra lo del medio ambiente. En ese preciso momento en el que las niñas empezaban a sufrir sin saber lo que era convertirse en mujer. Cuando las diademas eran felpas y las profesores «Seño» o «Sor».
Hay algo invariablemente melancólico en no recordar con especial cariño el pasado. Dicen que los adultos que ensalzan excesivamente la infancia son personas débiles, tristes, que no han sabido afrontar la vida. Puede que haya verdad en esas palabras. Puede que se equivoquen pero, invariablemente, será en septiembre.