El vestido rojo de mi madre


Mi madre siempre decía que quien opina sin saber es un ignorante. Podría tener toda la razón del mundo, que con aquel vestido rojo y su cinturón de leopardo nadie le hacía caso.

Yo no estoy de acuerdo con ignorar a una persona, con juzgarla únicamente por su aspecto. Pero es cierto que mi madre no entendía que aquella no era manera de ir a recogerme al colegio.

Le gustaba el pelo y la ropa corta. Y tenía más cojones que nadie que haya conocido jamás. Cuando tenía nueve años, en una reunión de padres, Alicia dice que su madre le contó que a la mía se le habían visto las bragas y eran transparentes. Le dije que era mentira y dejé de hablar a mi mejor amiga. Cuando las vi en el tendedero se me saltaron las lágrimas.

No diré que ella tenía la culpa de las cosas que me sucedían porque sería mentira. Pero es cierto que si no hubiera sido tan llamativa, tan ignorante, si no le hubiera gustado ser el objeto de deseo de todos hay cosas que no hubieran pasado.

Por ejemplo, no me hubieran echado del colegio, no hubiera dejado de hablar con docenas de amigas a las que les quitaba los novios ni me hubieran echado de más de un trabajo por ir a recogerla estando borracha. Tampoco hubieran abusado de mí, por supuesto.

Antonio era tan vulgar como se esperaba de él. Sucio, sin trabajo, viviendo permanentemente en mi casa y sin aportar un euro. Parecía casi sacado de una película italiana de los setenta. Camiseta interior blanca incluida en el pack.

Al principio eran miradas, algún toqueteo extraño, pero todo dentro de la normalidad de los novios de mamá. Cuando me violó yo tenía ya quince años, por lo que sabía qué estaba sucediendo. Es peor así, me lo dijo mi madre cuando estábamos llevando el coche con el cadáver de su novio en el maletero.

-Si sabes lo que pasa es mucho peor. –Le dio una calada al cigarro que llevaba en la mano. Aquel día la recuerdo fumando aunque juraría que nunca sucedió así-. No es que se te olvide si no lo entiendes… -hizo una pausa muy larga- pero por lo menos no te afecta tanto aquí.

Me tocó la cabeza con las uñas rojas, postizas. En el forcejeo con Antonio se le había caído una que acabó clavada en el ojo derecho de él, junto con mi tenedor de la cena. Creo que se acabó muriendo porque no le quedaba sangre en el cuerpo cuando le clavamos todos los cuchillos que encontramos en la cocina.

Ahora que es una anciana, pienso que el tiempo es cruel con todos. Con los que se van porque no ven lo que sucede a quienes quieren. Y con los que se quedan porque sus ojos dejan de ver lo que le sucede a quienes quieren. Tal vez si mi padre no se hubiera olvidado de mí como de un guante perdido en el guardarropa de un hotel nada de esto hubiera sucedido.

La mujer de las bragas transparentes y los pañuelos en el cabello me escuchó gritar desde el portal de casa. Sobre cómo sucedió… mi cabeza tiene muchas lagunas. Recuerdo que llevaba un vestido rojo y que nunca más volvió a vestir de aquel color. El sonido de la carne cortada por los cuchillos, el olor del metal empapando mi vida. El pánico que me dio el desguace y con la facilidad que trituró el coche. Ni siquiera escuché los huesos partiéndose. Mi madre (o al menos el recuerdo que guardo de ella) se encendió un cigarro con el vestido rojo todavía goteando por los volantes del dobladillo.

-Tú sigue hacia adelante. Que esto no te marque la vida, son cosas que pasan. Ha tenido su merecido.

Hubiera preferido quedarme con la duda de qué se siente al matar a quien te ha dañado. Ella siempre la tuvo.

 

Reto Ray Bradbury Semana XVIII

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