Miriam lloro sólo tres veces en su infancia. La primera vez, tenía siete años. Se había cortado el pelo como un chico. Había sido en mi comunión. Mi hermana mayor, Nalia, era quien le había arrasado el pelo, con unas tijeras de cocina que había encontrado en el hotel donde lo celebrábamos.
A la madre de Miriam le había parecido horrible, ya bastante amorfa era la niña ya para que le dejasen el pelo como a un chico, dijo, literalmente, a mis padres, pero ellos se rieron en su propia cara, así que ella también lo hizo. Mi prima era el pequeño bufón de la familia.
Ya entonces, Nalia contestaba con dos piedras en la boca cada vez que hablaba. Eso, cuando tenías suerte, porque si no, tenía la mala costumbre de tirártelas a la cabeza.
Lo peor de todo es, que lo que había puesto tan triste a la muñeca de Miriam no era que todos se rieran de ella, que lo hicieron. Es que mi hermana fue quien le dedicaba las palabras más crueles, como si las hubiera estado ensayando delante de un espejo durante horas.
Miriam era una muñeca rota. El vestidito rosa, con perlas, había atrapado algunos de los rizos pelirrojos de la niña como si de trampas se trataran. La siguiente vez que la vi, ya se le habían curado los puntos, pero el lóbulo de la oreja nunca se le quedó igual.
Las manos se me pusieron frías, y la nuca se me erizó, pero mi padre me cogió de la mano y negó con la cabeza, como si leyese lo que pensaba hacer. Siempre somos transparentes para nuestros padres, aunque a veces decidan no actuar. Y en cambio, qué opacos son ellos para nosotros.
Mi padre quería a Nalia con el sentimiento frío de un hombre que perdió a su esposa y encontró reemplazo rápido. Guapo, con dinero, un príncipe de cueto. Frío como el hielo, pero como me dijo mi madre una vez ‘Lo que hace a un príncipe es el dinero no el sentimiento’. Eso decía más de ella que de él. A Miriam también la quería, de un modo condescendiente, como a la hija de tus criados, de sus primos sin dinero. Por mucho dolor que le causase Nalia a la pobre niña patata, él siempre la perdonaba, aunque solía ir en persona a pedirle perdón a la niña. Ni su propia madre tenía tantas delicadezas con la pequeña.
Nalia, por supuesto, no era su nombre auténtico. Se llamaba Amalia, como su madre, y su abuela, y su bisabuela, pero eso no lo sabía. Mi padre me lo contó cuando me marché de casa, aquella noche de verano. Me dijo que no era culpa suya, que su querida pelirroja, su Amalita había muerto cuando era tan pequeña Nalia que casi ni se acordaban de su madre.
Por muchos años que hiciera que había muerto la madre de Nalia, mi padre parecía cargar sobre los hombros algunos de sus rizos rojos. Juraría que vi, como en un espejismo, más de uno en su traje de gala.
Nalia era como Miriam intentaba decir Amalia cuando era casi un bebé. La futura admiración que sentiría hacia ella se transformó en su primera palabra: ‘nalia’, como una flor salvaje, o una enfermedad oriental, o puede que incluso una cantante famosa. El mío, Sara, le salió a la primera, como a todos, pero Amalia… ‘Parece el nombre de una yonki’ dijo mi madre, a lo que respondió mi hermanastra ‘Un asco, como tú’. Entonces, Nalia tenía nueve años.
La segunda vez que Miriam lloró fue tres años después. También en una comunión, la suya. No es que fueran lágrimas sociales, de las que salen mejor en grupo, como las de una mujer divorciada que se reúne con sus amigas de la infancia, era Nalia la que aprovechaba esos momentos para demostrar que opositaba a ser la pequeña Hitler de la familia. Como si no hubiera ya suficientes.
Miriam me había dicho que Nalia era la protagonista de alguna serie americana, que tenía el brillo de una estrella pop. El vestido rosa que llevaba brillaba como si fuera la Sandy de la reunión. Era casi inapropiado el modo en que la miraban algunos de los miembros de mi familia. Nalia tenía trece años, pero no de edad, de edad tenía muchos más. Su alisado casi japonés y cabello negro me daban la razón.
No es que fuera la mala de alguna película de domingo, es que disfrutaba cuando había algo molesto para alguien. Obtenía un placer secreto en hacer sentir incómodos a los demás. Los pozos negros, vacíos de sentimiento, que tenía por ojos, brillaban cuando notaban algún complejo nuevo que no supiera que tenías.
Yo no era su víctima preferida, siempre tuvo en cuenta que a mí no me daba miedo, menos cuando se veía una moneda caída en el pozo. Un deseo roto que se convertía en tu castigo. Entonces, me echaba a temblar. Volvían las manos frías y el picor en la nuca. Pero mi padre nunca me dejaba hacer nada. Sentía tanta lástima por la pobre niña sin madre que la dejaba hacer a su antojo.
Me pregunto a qué edad murió la madre de Hitler.
A diferencia del resto de niños revoltosos, a Nalia le interesaban los estudios teóricos, como la historia. Siempre me la imaginé teniendo un orgasmo al leer sobre la Inquisición, aunque nunca llegué a tener esa certeza, pasaba las horas encerradas en su mazmorra de tortura, a un pasillo de mi celda de castigo.
La segunda vez que Miriam lloró fue en su comunión y la culpa la tuvo Nalia. Le tiró chicles en el pelo, y le manchó el vestido con la salsa de tomate de uno de los platos. Yo misma vi cómo se reía mientras se la echaba, rompiendo las ilusiones de la pequeña pelirroja. Lloraba tanto, que pensé que se iba a morir.
Cuando su madre le preguntó, Miriam contestó que se había caído. Mis padres no torcieron el gesto, y se metieron en el coche a los pocos minutos.
Entre tantas manchas rojas de tomate, había una, en los calcetines de encaje blanco, que era de un rojo distinto, más cargado de color y menos de tacto. Cuando yo le pregunté a Miriram, se puso roja como un tomate y se fue corriendo.
Ahora, con la misma edad a la que murió la madre de Hitler, sé que no era tomate.
La tercera vez que Miriam lloró tenía catorce años, y fue la última vez que la vi. Fue uno de los pocos veranos que Nalia no se quedó en el internado en Irlanda, con sus falditas, sus jerseys y sus bufandas en pleno agosto. Aquel frío impropio del verano era mucho más adecuado para sus maldades adolescentes que la playa y el sol. Vino, con mechas en el pelo, un pircing en el ombligo, y lo que hacía pensar que era un sujetador con relleno.
Mi padre no le dirigió la mirada más de un segundo, y ella frunció el ceño casi tanto como en un anuncio de cremas antiarrugas. Parecía más molesta con este hecho que con que la pequeña pelirroja se quedase con nosotras.
Los padres de Miriam se fueron de vacaciones y la dejaron en mi casa. Ella decía que sí, que le gustaba, pero había algo en la manera de comer que me hacía pensar que prefería cualquier otro sitio. Las cenas, en la larga lápida de mármol negro que usábamos de mesa en el comedor, eran incómodas. Se sucedían como una obra de teatro. Ensayo, ensayo, ensayo, ensayo. Todo era repetición. Miriam callaba, y no comía. Naila se reía de ella, mi padre la defendía. Con una sola mirada de mi padre a Naila, se hacía el silencio. No era un silencio pacífico, ni triunfante, pero al menos era silencio.
La fragilidad de Miriam era tan evidente como lo mucho que se parecía a su tía, la madre de Naila. Era tan evidente como que esa niña estaba aterrada. Era un cerdo en el matadero, sólo que sus gritos se ahogaban entre kilos de comida
En el mes que estuvo con nosotros, engordó nueve kilos. El bikini que se había traído acabó delicadamente roto, como si el hilo hubiera ido exquisita e inteligentemente durante días.
La acompañé a comprar otro, pero prefirió un bañador, uno bastante grande, como los que usaba mi abuela cuando aún vivía. Nalia estaba cerca, así que lo entendí perfectamente, y decidimos obviar el delicado detalle del peso. Era una niña aún, y yo acababa de cumplir los dieciocho días antes.
Cuando Miriam lloró, sin embargo, no tuvo nada que ver con Nalia. Era de madrugada, y había escuchado un ruido bajo mi ventana. La imagen furtiva de mi hermana corriendo con un vestido y unos tacones en la mano, por el jardín, me sobresaltó más que la hora.
Corrí a través del largo pasillo que separaba mi habitación de la de Nalia, pero allí no había nadie, la ventana estaba abierta. Volví a escucharla, y un grito algo ahogado, como si no pudiera respirar.
Corrí escaleras abajo, pero al llegar a la entrada del salón, me resbalé y caí al suelo. Ya nadie lloraba.
Silencio. Y ahora tampoco era un silencio agradable.
– ¿Miriam?
Pregunté asustada, no era normal que un cerdo dejase de gritar tan rápido, después de que sus quejidos te atravesasen el cuerpo durante una matanza.
La mancha de sangre sobre la que me encontraba me asustó, ni pensé quién podía ser el dueño, me limpié con un trapo blanco, arrugado, con dibujos y gomas que había al lado de la sangre y me levanté con esfuerzo.
Cojeando llegué al comedor, y ahí encontré el cadáver de Miriam, tumbado en el suelo, con tanta sangre alrededor del cuello que vomité sobre la mesa.
Una sombra, en la cocina, dejaba un cuchillo sobre la encimera. Me limpié con el trapo que había en el suelo.
El olor del vómito y la sangre envolvía la escena. El silencio, la rompía.
Entonces, la sombra de la cocina me vio, con la misma claridad que cientos, millones de veces antes.
La sombra no era mi hermana.
Y aquello, desde luego, no era un trapo.
El padre de Hitler murió cuando él tenía trece años.
También podéis leerla en L’as cagao Lorrie Moore